"El mundo está allá afuera" le decía Gandalf a Bilbo.
Como
un pequeño Hobbit en un mundo donde los panecillos y el té son
reemplazados por espadas y hachas, me encuentro a punto de emprender el
viaje de vuelta a una ciudad que a veces es tan gris que los colores
pastel con los que mi alma se pinta no son capaces de contrastar.
Extraño mi casa. Extraño los canteras rosadas y los empedrados
coloniales de Jalatlaco. Echo de menos las calles de colorida viveza y
el zócalo aglomerado por los turistas asombrados de la catedral, de los
danzantes de la pluma rayados en los muros, de la gente morena y
descalza que aún uno se encuentra caminando por ahí. Extraño este
hermoso pueblo grandote que pretenciosamente se hace llamar "Ciudad"
cuando de ciudad no tiene más que el título. Extraño el olor a
huarachitos de cuero que hay en el 20 de noviembre. Extraño mi casa.
Allá
en el llano donde te encuentras a todo el mundo, anhelo las mañanas
recorriendo las calles al volver a casa. Extraño los jalones de cabello
de mamá y la barba medio rasurada de papá. Dormir con el pequeño y
abrazar al mediano.
¿Cuándo llega el día en que uno
entiende que se es adulto? ¿Hay que marcar alguna fecha en el calendario
o lo toma a uno por sorpresa? ¿Al menos podría alguien decirme un día
al azar, para que al menos me vista y maquille como una adulta para
recibir la maldita "madurez"? a ver si con eso me es suficiente para
asimilar que ya tengo 20 años y no 10. Se madura raudo en soledad, pero
se vuelve una tarea más ardua. Escuece el corazón cuando te das cuenta
de que hay que asimilar que el ¿Cuándo vienes? es el ahora, y el ¿cuándo
te vas? es el mañana. Me punzan esas calles solitarias al caminar como
diez mil afilados cuchillos en cada paso que doy, pero a cambio dejo
plantada una flor de esperanza pintada de colores en cada huella. Es
duro ser la forastera en un enorme Norte-Sur-Este-Oeste. Extraño mi
casa. Y es por eso que vuelvo a partir lejos de ella. Para tener algo
nuevo que contar al regresar. Para anhelarla en cada visita. Para
saborear el tejate como agua en el desierto y disfrutar de las tlayudas
como manjares de los dioses.
Y al encarar este mundo lúgubre e
insípido, yo he de hacerlo con los trocitos de todos aquellos que
guardé en lo más profundo de mi alma. ¿Convertirse en adulto debería
estar plasmado de tanta melancolía? Para mí lo está.
Así que
tomaré mi pincel de bambú y pintaré el nombre de Dios en cada pared de
Puebla por la que transite, pensando en mi familia y en mi Oaxaca. Y me
convertiré en esta orgullosa pueblerina que cumplió el sueño de iluminar
una lánguida estrella pintada en un cielo de incertidumbre.
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